Deconstruyendo la acordeona
Por Gerson Gómez
Le dieron a los acordes aún sin conocerlos. Con los discos de los sonideros. En plena tertulia. Entre las callejas de la loma larga. A lo largo de toda la colonia Independencia. Las parradas del sábado duraron hasta el lunes por la mañana.
Reportados enfermos a la chamba. Se les metió la fiebre de la cumbia vallenata. Casas en obra gris. Tabiques, castillos y blocks por montar. Retiemble en sus centros la cumbia, al sonido de la caja santa y la acordeona.
Aquí vienen los primeros chavales. En las esquina del barrio bravo, en las cumbres del Cerro de la Campaña. La familia Piña Arvizu, trabajadores de planta del Hospital Infantil en la colonia Ancira.
Los versos hablan del desamparo, de los besos peleados con navajas mata caballos, del sabor en medio de la inocente selva.
A Monterrey le llegó su fiesta y su hora. La ofrenda de sus leyendas va hacia Valle de Upar. Al folclor colombiano. Para Celso, Rubén, Lalo y Quique su pasión la construye Don Isaac, el patriarca.
De sus manos nacen los instrumentos a la media de sus posibilidades. La acordeona ya no es el acordeón, sino un desvencijado aparato a medio reparar. Ni siquiera llega a los tonos del III Coronas.
Celso, nuestro mito, lo hace soñar. Relame como gato sus bigotes. A cada nota, la flor se da en tropel. La Ronda Bogotá ha nacido. Para aquellos malquerientes de la urbe, a toda la plebe contraria a lo tropical y lo norteño.
En días de helada soledad, pescamos la anécdota. La vocación de unos chavales venidos desde abajo.
Música es música, lo dijo y quedó grabado en el archivo digital. Mientras el fan de Eric Burdon and The Animals y The Beatles hizo de Monterrey, la embajada de Valle de Upar en la Loma Larga de Nuevo León.