La incongruencia no sabe de cuarentenas
Por Carlos Meraz
Tengo que ir al banco, debo ir a pagar las cuentas, específicamente la hipoteca de la casa. Me levanto temprano a sacar al entrañable Jack Russell terrier de nombre Jagger, desayuno y me alisto para ir a la sucursal, ya no hubo tiempo para darme siquiera un regaderazo. Así que sólo queda ponerse una gorra para ocultar el terrorífico almohadazo capilar que en el espejo me hace lucir como Jack Torrance, el demente personaje del filme El Resplandor, de Stanley Kubrick.
Una larga fila se prolonga hasta la calle, donde el sol está en su cenit. Todos con cubrebocas, algunos con caretas y otro hasta con guantes y una máscara como importada de Chernóbil. En la espera se impone el silencio. Ellos, se creen resilientes; yo, los llamo autómatas. Ni hablan pues temen que con expresarse contraigan el virus más temible del Siglo XXI. En la era de la pandemia, la única vía de comunicación segura es a través del smartphone, el teléfono que paradójicamente sustituye al habla. ¿En qué nos hemos convertido? Esto parece un episodio de La Dimensión Desconocida o Black Mirror.
Entrar al banco es toda una odisea aséptica casi equiparable a pisar un recinto sagrado. Se instrumentó el uso de un tapete con una preparación líquida esterilizadora para que sus pisos sean como los de un laboratorio de la NASA, se toma la temperatura al cliente y el acceso es únicamente con cubrebocas, sea éste un pedazo de tela improvisado de 20 pesos o uno más sofisticado de más de mil en el mercado actual.
Pasé los filtros sanitarios, pero me olvidé de uno estúpidamente importante para las instituciones bancarias mexicanas: el uso de gorra, tan “peligroso” y “sospechoso” en las sucursales nacionales, y lo digo porque no he visto en Estados Unidos o Europa que un sombrero o cualquier cosa que cubra una cabeza sea advertencia de un inminentemente atraco. Yo les digo: Pero si ya vengo con el rostro encubierto con una mascarilla, ¡qué más da mi cachucha! ¿No se te hace incongruente que una absurda medida del pasado la quieras mantener en un presente diametralmente diferente e insólito?, ¿qué no ves que el mundo ya cambió? Además, para tu conocimiento, vengo a dejar mi dinero, no ha pedirles un préstamo, advierto a la recepcionista del lugar.
En mi turno en ventanilla, el cajero, en su cubículo detrás de un vidrio blindado, donde no pasa una bala y mucho menos el microscópico virus SARS-Cov-2, porta careta y cubrebocas cuando su interacción está protegida por varios centímetros de grosor.
Además todo es absurdo, si no hay nada más contaminado, en toda la extensión de la palabra, que el papel moneda que ahí entregan en la mano previamente desinfectada con gel de sus clientes. El dinero literalmente es sucio y recibo el cambio en mi sanitizada diestra, proveniente de un banco que sí me roba mensualmente con intereses desbordados.
Cumplo el trámite, me dirijo rumbo a la salida y la recepcionista me lanza una mirada de esas que transmiten odio. La encaro sólo para hacerle mi pregunta favorita en este tipo de casos.
— ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?— cuestioné.
— Para qué quieres saber...— replicó.
— Sólo dime, ¿cuánto tiempo llevas trabajando aquí?— insistí.
— Tres años... ¿por qué?— respondió dubitativa.
— Porque aquí te vas a quedar toda tu vida... —sentencié y me quité la gorra para mostrar mi delirante aspecto matinal de Jack Torrance, en un falso ademán a mi resplandeciente despedida.
Lo que hay que leer.