La fábula del miedo
Por Carlos Meraz
Dos conejos huían de un sanguinario lobo, tras salir de su madriguera en busca de alimento y, en medio de su persecución, una cueva sirvió de refugio para salvarse de las fauces del feroz depredador.
Confinados en un pequeño espacio pasó un día y al rato la inquieta liebre preguntó a su acompañante si ya podían salir, pero recibió una negativa a su demanda, pues el enemigo de agudo olfato podría estar cerca.
Al segundo día, la inquieta libre volvió a cuestionar al temeroso conejo, que exigió otras 24 horas de gracia, con tal de salvar el pellejo. Al tercer día de su encierro, la liebre puso un ultimátum al temeroso roedor: me voy, contigo o sin ti.
Aún tenía reservas de fuerza para correr por su vida, buscar alimento y vivir enfrentando la muerte, como cotidianamente lo hacen el resto de los animales en cualquier ecosistema; mientras que el conejo pusilánime prefirió el encierro para estar seguro del lobo, pero no de ser presa de las articulaciones atrofiadas por falta de movimiento, que le impedirían huir a toda velocidad, ni tampoco del hambre, que lo consumió hasta morir sano y salvo.
¿Cuál es la moraleja de esta historia? El miedo puede ser más destructivo incluso que aquello que nos asusta.
Justo ahora millones de personas en ambos lados del Atlántico y el Pacífico enfrentan este dilema: mantener un confinamiento, que se extiende, termina y regresa, para permanecer libres del temible virus SARS-CoV-2, aunque no de otras enfermedades propias del encierro ni de dramas sociales, cómo el desgaste económico ante la caída de salarios dignos y el desplome de los empleos. La otra opción es salir, con las debidas precauciones, aunque la total seguridad ¿quién puede jactarse de tenerla?; dejar el confort hogareño y el ambiente placentero para ganarse el sustento afuera, sí arriesgándose tal vez, como lo hicieron nuestros antepasados que, sin necesariamente ser de profesiones peligrosas o kamikazes, desde que ponían un pie en la calle se jugaban la vida, sin saber bajo qué circunstancias regresarían a casa o si quizá no volverían. La vida finalmente se remite a eso, al asumir riesgos.
Además es sabido que el encierro despierta la reflexión en quien es humano y la ira en quien es animal. Y si a eso le agregamos que ya hasta se prohíbe hablar en lugares públicos, como en el Metro. Todo esto desata, a corto plazo, una neurosis colectiva que detona en intolerancia, saqueo, violencia y frecuentes días de furia, como los que ya empezamos a ver en la capital del país.
Todo esto parece extraído de la novela distópica 1984, de George Orwell, donde el Estado opresor mantiene pobre, sometida y enajenada a una sociedad; mientras condena al diferente, al rebelde o al libre pensador. Como dijera el polémico escritor y jurista español, Eduardo Punset: “Aislamiento, control, incertidumbre, repetición del mensaje y manipulación emocional, son técnicas utilizadas para lavar el cerebro”. ¡Que Dios nos coja confesados!
Lo que hay que leer.