Señor me has mirado a los ojos
Pensé que lo estaba soñando. Tuve que levantarme de la cama, ir al lavamanos y mojarme la cara para corroborar que, en efecto, estaba despierto. Volví a mi habitación, tratando de mentalizarme que todo lo había imaginado… pero no, mi sangre de nuevo se congeló al ver su mirada aterradora.
Esa noche había optado por dormir contra la cabecera de mi cama. Fue uno de los días más calurosos que recuerde en la Ciudad de México, por eso busqué que el aire entrara por la ventana y refrescara un poco mi cuerpo.
Fue entonces que miré el crucifijo que estaba frente a mí, ese que mi madre colocó desde que yo era un niño para que “Jesusito me cuidara”. Pero el hijo de Dios que estaba clavado en esa cruz, en esas horas de mi juventud, estaba enfadado… primero soltó una de sus manos ensangrentadas, después levantó la cabeza rodeada por una corona de espinas, abrió los ojos y fijó su mirada hacia mí, esbozando una sonrisa macabra.
Sus ojos externaban una furia descomunal que me atravesaban el cuerpo como si fueran dos espadas con un filo letal. De pronto me quedé paralizado y observando como la imagen pegaba carcajadas endemoniadas, cuyo silencio era más perturbador que un grito de ultratumba.
Y no sólo eso, el cristo de mi pared extendió uno de sus brazos y con su mano me señaló de forma acusatoria, como si hubiera querido recriminarme por todos los pecados que he cometido.
O tal vez se trató de un artilugio de Satanás que a través de ese ídolo de cerámica quiso jugarme el momento más horrible y aterrador que he pasado en mi vida.
Desde ese entonces, hace ya casi 30 años, me es complicado entrar a una iglesia ver u orar frente a una figura de Jesús, pues tengo el temor de que vuelva a voltear y mirarme con esos ojos demoniacos.